Ha vuelto a pasar. Es como estar viendo una película, pero en la vida real. Pasa tantas veces en los Estados Unidos que, sintiéndome europeo, sigo teniendo que frotarme los ojos para saber que estoy despierto, que lo que estoy viendo es tan real como la vida misma. Robert Gates tiene 62 años, carita rechoncha, y unos mofletes que en las tardes frias y heladoras de Castilla lucirían enrojecidos despues de la partida de cartas alrededor de un carajillo. Robert Gates es de Kansa pero ha trabajado hasta antes de ayer en Texas, un estado -el solito- mucho más grande que toda España. Una explicación para que pueda tener casi de todo como nosotros: costas con petroleo por donde llegan en temporada los huracanes, bellotas sin cerdos como los que llevan la denominación Jabugo, universidades sin historia pero con presidente ricos capaces de renunciar a todo cuando hay que servir al pais
Este es Robert Gates. Dice algo que solo vemos y escuchamos en las películas o en cada una de esas situaciones reales que se parecen a las películas. Habla ante los padres de la patria de los Estados Unidos que se sientan como profesores en una mesa alargada frente al aspirante al cargo público convertido en avezado alumno al que examinarán sobre sus virtudes. Gates miraba a derecha e izquierda sin perder la compostura. No estaba nervioso. Tampoco es que fuera la primera vez que vivía una situación similar. Hasta ese momento, el presidente de la muy prestigiosa universidad A&M de Texas se habia comportado como un señor. Le hablaron de la CIA, de esa agencia de agencias a la que ha dedicado 26 años de su vida y en la que fue de todo… desde botones a director (como quien dice). Una agencia a la que llego con pantalón corto y de la que se marchó condecorado. Con medallas que casi le valen un procesamineto por estar muy cerca de tener que explicar ante la justicia aquella historia de película -real como la vida misma- llamada Irangate y con la que los Estados Unidos de los años ochenta y en el siglo pasado –pero con imágenes ya de colores- desviaban dineros para ayudar a financiar hasta golpes de estado en lo que consideraban republicas bananeras. Pero no es eso lo que ahora toca. En esta ocasión Robert Gates opositaba a convertirse en el nuevo y flamante ministro de la guerra de los Estados Unidos. Estaba sentado, compuesto y con novios a su lado, jugaba una partida con cartas marcadas sin carajillo, sin mofletes enrojecidos… En un instante fue por nota. Envido primero a grandes, dejó pasar las chicas… y cuando llegaron los pares lanzó el órdago que los otros vieron. Señorias estoy aquí perdiendo mucho dinero, esto es para mi un sacrificio personal y familiar importante, pero quiero ser el proximo secretario de la defensa para servir de nuevo y hasta donde pueda a mi pais. Gates no es la excepción que confirma la regla. Es la película que casí siempre en los Estados Unidos supera a la mismísima realidad para dejar boquiabierto a un mundo… que suele decir como excusa… noñerias.
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