Estados Unidos es un país donde resulta más fácil comprarse una bolsa de palomitas que hacer efectivo el derecho universal a la salud. No es exagerado decir que los ciudadanos de la primera potencia del mundo están obligados a mendigar ayudas especiales cuando una grave enfermedad les aparta de su vida cotidiana. Llama poderosamente la atención que paguen más que nadie por las medicinas que inventan en sus laboratorios y que acaben obligando al resto del mundo a asumir antes que nadie sus miedos y prevenciones. Una de esas grandes batallas es la lucha contra el llamado papiloma humano. Hace solo unos años, todas las niñas mayores de 12 años fueron obligadas a vacunarse con tres dosis que cada familia estaba obligada a comprar por su cuenta y riesgo. Cuando empezaron las complicaciones, cuando la vacuna garantizaba solo el éxito sobre dos de las cien clases de virus que puede llegar a provocar el cáncer en el cuello del útero, las autoridades empezaron a dar macha atrás y pensarse dos veces eso de prevenir a la fuerza sin valorar otras consecuencias. Para entonces, toda niña extranjera que quisiera acceder a la residencia o ganarse la ciudadanía estadounidense había sido vacunada con una primera dosis como lo eran por obligación las niñas de algunos Estados como el muy conservador estado de Texas. La historia ha seguido coleando hasta que todavía en el día de hoy, puestos hacer números y previsiones, las autoridades sanitarias han llegado a la conclusión que deben ser vacunados también los chicos mayores de doce años. La explicación, además del negocio, resulta obvia. Sus juegos y actividades sexuales con el sexo opuesto pueden convertirles en serios portadores de una enfermedad que en todo caso nunca debe tomarse a broma.
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