Homer presume de ser la capital del mundo. Está, donde Cristo perdió el reloj. Es la última frontera, donde las carreteras de la península de Kenai escriben el punto final. Homer es por esa razón un tanto diferente. Su comercio es tan singular como curioso. Lo normal es salir a pescar. La oferta está al alcance de cualquier mano. El puerto de Homer es un puerto tan singular como este profundo sur en el que la mar confraterniza con montanas todavía ahora cargadas de nieve. Homer no deja de ser una ciudad de contrastes. No hay tren que ayude a salir corriendo, pero si un ferry con el que soñar en tierras mas lejanas y taxis de agua a los que recurrir para una urgencia. La calle principal de Homer es como una calle del viejo oeste pero con vistas al mar. Las agencias de viajes, los restaurantes, algunos cafés, muchas tiendas y hasta los campistas de escasos recursos alternan a su derecha e izquierda. Llegar al final de Homer es llegar a lo que pudiera parecer el final del mundo. Por eso, debió ser un estadounidense nacido en Nueva York quien se sacó de la manga lo de convertir a Homer en la gran capital de la pesca del halibut. Y ahora, después de poco mas de un siglo, no hay ser humano que se lo discuta. Los pescadores de Homer descuartizan buenas piezas de halibut a la vista de un turismo al que por un puñado de dólares invitan a salir de pesca. Lo curioso es que en Homer es mucho mas fácil embarcarse que llegar a comprar pescado fresco. Y es que a pesar de los pesares y como dicen los de mi pueblo a miles de kilómetros de distancia, en casa del herrero cuchillo de palo.
miércoles, 16 de julio de 2008
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