domingo, 5 de septiembre de 2010

Max Llaneza, la mudanza

Max Llaneza es chileno viejo a quien sus empleados llaman viejito. Max presume de ser descendiente de padre español y -para más señas- presume de padre asturiano de pura cepa. Su vida se ha pasado entre cajas y mudanzas. Unas veces él y su familia era quienes se echaban los trastos al hombro. Otras -las más- eran los trastos ajenos los que ocupaban su tiempo tanto como para llegar a convertirse en el sustento cotidiano. Estos días he conocido a Max haciendo lo que siempre ha hecho en su vida. Dirigía, sentado, solo con la mirada y sin levantar la voz a un grupo de latinos eficientes. Mientras miraba y contestaba a su teléfono móvil, Max me contaba sus 83 años de peripecias como quien solo va a misa los domingo. Max fue de todo un poco, pero siempre un padre capaz de dar a cada uno de sus hijos una casa cuando casaban y un oficio con el que salir adelante. No le gustan los ordenadores, pero el GPS lo conoce desde que voló un avión militar y una baliza le indicaba dónde y cuando acababa su pista de aterrizaje. Max ha sido también marino y como buen chileno ha hecho negocios hasta con el mismísimo Pinochet. Una caja en sus manos es todo un pasaporte. Si Max cierra los ojos puede recorrer de memoria el planeta tierra. Cuando era niño fue la geografía su asignatura predilecta. Cerraba los ojos y metía cajas o maletas en una imaginaria barca con la que viajaba por el Nilo. Max es otro chileno que decidió hace muchos años hacer las Américas. Allá por los 70, llegó a los alrededores de Washington DC con 50 dólares en el bolsillo. Treinta los invirtió en comer con gente influyente y en pocos tiempo hizo el suficiente dinero como para poder capear crisis y tormentas. No sabe que le dio más, si un pelotazo en un flete con cargas extras de electrodomésticos o casas compradas a tiempo cuando su revalorización estaba garantizada a los diez años. Max ha hecho amigos por todo el mundo. Hablar y buscar a los clientes es su mejor tarjeta de visita. Algunas cosas no se pueden enseñar ni a la familia. Estos días, Max me ha demostrado ser todo un artista. Habla de España como el vecino del quinto. Sabe mirar al español que se muda con el rabillo del ojo y morderse la lengua. Hace chistes de argentinos con la gracia de un chileno. Es un tipo hábil, tan hábil como los 83 años que no aparenta. Su filosofía la cuenta en voz a quien le escucha. Aprende cada día sin necesidad de estar de vuelta de todo. Max sigue siendo un lince. Ha hecho y hace lo que quiere y cuando quiere... menos volver a Chile que es algo que su mujer le tiene prohibido después de un viaje que le altero la presión y le puso en ese sitio en el que no deben estar los jóvenes de su quinta. Hablar con Max es hablar con un libro abierto. Sus mudanzas le han hecho ser un psicólogo de la existencia. Reconoce que todo lo que carga es reflejo del alma. Sus clientes son un libro abierto sin ellos darse cuenta. Mira pero luego calla. Cargar joyas o basura es su secreto a voces. Gajes del oficio y de lo que en su caso dice ser una profesión a tiempo completo. Solo recuerda que cada uno tenemos un punto débil en el que siempre nos hacen cosquillas. Claro que donde menos se espera salta la liebre. Mucho han cambiado los fletes, pero pícaros siempre hubo y habrá entre cajas que van y vienen. Un veneciano, un afroamericano, un nigeriano.... Max nunca da nombres propios o casi nunca si no quieres tirarle de la lengua. Solo dice que hasta en una mudanza puede haber cajas de humo. Hace años uno de sus clientes mandó una caja al otro lado del mundo. Firmaron papeles, hicieron el pesaje, pusieron en orden cláusulas, firmaron un seguro y si te he visto no me acuerdo. La compañía aseguradora llamó a Max preocupada. La caja enviada desde los Estados Unidos a Europa había llegado vacía y ahora reclamaban 6 mil dólares de seguro. Seis mil dólares de los de antes. Max se quedó lívido y sin palabras. Aquí solo hicimos de intermediarios. La caja salió como llegó a nuestras manos. Es lo único que podemos decirles. La aseguradora tuvo la respuesta después de algunos meses. Max lo cuenta con asombro. Nos dieron una caja llena de hielo seco, por eso llegó vacía y el listillo de nuestro cliente solo nos utilizó como tapadera de lo que no era más que un timo inteligente. Max se ríe, pero cuando el nuevo cliente reparte la propina entre su cuadrilla de operarios, él también estira la mano y se lleva para su coche otra historia, veinte dólares y un par de botellas. Una de licor mexicano, otra de vino español. Dos botellas y veinte dólares que le ayudarán a seguir poniendo a cada uno en su sitio.

2 comentarios:

Carlos Serrano dijo...

Magnifica descripcion del bueno de Max. Las has clavado Magin.
Abrazos
Carlos Serrano

Marcel dijo...

todo lo que se dice max es verdad yo trabaje para el alta internacional la,ca, javier leon