Si,
ya sé que no le importa a casi nadie, pero para mí es importante que me
entierren en Astorga. Mis
seres queridos, los que ya no están y descansan debajo de la losa a la que mi hermana María José acaba de poner encima unas margaritas blancas, mis seres queridos eran de la misma idea que acabaron haciendo realidad. Mi padre quería descansar junto a su padre. Y mi madre junto a su marido. Ella se salió con la suya, no digo que por mi intervención, pero mi padre se quedó con las ganas. Mama hizo sus cálculos en voz baja. Trajinó con cajas y muertos por doquier y decidió cual sería su futuro. Si mi padre descansaba junto a su padre, mi madre no podría descansar junto a mi padre. Faltaba sitio, solo cabía un muerto en la tumba del abuelo. Y como el que primero marcha, no tiene opción a decidir, mi madre cambió las voluntades para salir airosa en la que podía ser la última palabra. Todo quedaba en casa, se dijo. El panteón familiar son dos tumbas pegadas pared con pared en el cementerio de Astorga. Lo que de noche pueda pasar en una fosa, seguro que se enteran los vecinos de la otra. No está claro que nadie vaya hacer ruido en las ruidosas tierras maragatas, aunque algún coño seguro que ya ha escuchado carbonines por tan osada decisión. A mi, poco me importa. De momento, mi deseo pasa por incinerarme para ocupar menos sitio y llegado el caso hasta repartir las cenizas. Un pedazo junto al abuelo, otro, junto a mis papis y otro –si quiere que no querrá- que se lo quede Nuria a la que garantizo larga vida para hacer finalmente lo que se le venga en gana. Así son las mujeres, incluso para que los hombres puedan fiarse después de muertos. Ellas cortan el bacalao pero también son únicas en multiplicar los recuerdos. Como Maria José, como mi querida hermana mayor capaz de recordar como ella solo sabe lo que son las viejas y mas bellas tradiciones. Angelines y Juan Mari tenían siempre un minuto para visitar a los suyos. Lo hicieron hasta cuando los suyos criaban malvas en un cementerio, hasta cuando no se levantaban para darles un beso y agradecerles esas flores que durante meses dejaban sobre la piedra como mejor señal de que –yo como ellos- quiero que me entierren en Astorga.
seres queridos, los que ya no están y descansan debajo de la losa a la que mi hermana María José acaba de poner encima unas margaritas blancas, mis seres queridos eran de la misma idea que acabaron haciendo realidad. Mi padre quería descansar junto a su padre. Y mi madre junto a su marido. Ella se salió con la suya, no digo que por mi intervención, pero mi padre se quedó con las ganas. Mama hizo sus cálculos en voz baja. Trajinó con cajas y muertos por doquier y decidió cual sería su futuro. Si mi padre descansaba junto a su padre, mi madre no podría descansar junto a mi padre. Faltaba sitio, solo cabía un muerto en la tumba del abuelo. Y como el que primero marcha, no tiene opción a decidir, mi madre cambió las voluntades para salir airosa en la que podía ser la última palabra. Todo quedaba en casa, se dijo. El panteón familiar son dos tumbas pegadas pared con pared en el cementerio de Astorga. Lo que de noche pueda pasar en una fosa, seguro que se enteran los vecinos de la otra. No está claro que nadie vaya hacer ruido en las ruidosas tierras maragatas, aunque algún coño seguro que ya ha escuchado carbonines por tan osada decisión. A mi, poco me importa. De momento, mi deseo pasa por incinerarme para ocupar menos sitio y llegado el caso hasta repartir las cenizas. Un pedazo junto al abuelo, otro, junto a mis papis y otro –si quiere que no querrá- que se lo quede Nuria a la que garantizo larga vida para hacer finalmente lo que se le venga en gana. Así son las mujeres, incluso para que los hombres puedan fiarse después de muertos. Ellas cortan el bacalao pero también son únicas en multiplicar los recuerdos. Como Maria José, como mi querida hermana mayor capaz de recordar como ella solo sabe lo que son las viejas y mas bellas tradiciones. Angelines y Juan Mari tenían siempre un minuto para visitar a los suyos. Lo hicieron hasta cuando los suyos criaban malvas en un cementerio, hasta cuando no se levantaban para darles un beso y agradecerles esas flores que durante meses dejaban sobre la piedra como mejor señal de que –yo como ellos- quiero que me entierren en Astorga.