Estados Unidos vuelve a estar de elecciones. Este martes, entre otros muchos compromisos, las urnas repartirán entre demócratas y republicanos los 435 escaños de la Cámara Baja y un tercio, 37 sillones senatoriales. Las encuestas repiten que el cambio de mayorías está casi cantado. El poder legislativo puede quedar en manos republicanas. Barack Obama ha salido en peregrinación para evitar el batacazo. Algunos correligionarios prefieren que les olvide. El presidente está en horas bajas y su popularidad dista mucho de la de aquel senador de Illinois que ganaba adeptos al grito de “sí, podemos”.
Las llamadas elecciones de mitad de mandato han sido siempre un test presidencial del que no siempre se sale bien parado. Ronald Reagan y Bill Clinton son buenos ejemplos de lo que significa el desencanto. Vivieron un martes tan desesperado como el martes que dicen tendrá que aguantar Barack Obama. La más inmediata y equivocada conclusión fue ponerles en cuatro años fuera de la Casa Blanca. Las lecciones que ofrece la Historia son siempre caprichosas. Este país, hasta puede gobernarse sin tener mayorías legislativas. La paradoja es comprobar que no siempre con mayorías se hacen realidad las promesas.
Las elecciones del martes llegan con un apresurado acopio de reformas inacabadas o inalcanzables. El tiempo no ha pasado en balde. Barack Obama ha heredado una crisis económica para la que no existen recetas urgentes. Las apuestas son peligrosas e inciertas cuando el paro no baja de los dos dígitos y el mundo está siendo inundado de dólares. Las clases medias vuelven a ser el fiel de la balanza. En esta ocasión, el reto pasa por los que dicen huir del miedo o tomarse el té de la cinco.
Liberales y conservadores viven su particular encrucijada. No existe una tercera vía, por eso los extremos se toleran cuando el patio está que arde. Las tensiones políticas están en el aire y las exigencias se multiplican. Las disidencias son moneda de cambio. Votos para hoy, hambre para mañana. El tea party es tan legítimo como ese gobernador demócrata que rifle en mano y tirando a la diana aconseja a Obama que no aparezca por Virginia Occidental. Todos votan, por eso hay que dar a cada uno lo suyo y no precisamente hay que votar a lo que dicen o dictan desde Washington.
Las elecciones del martes son tan abiertas como abiertas han sido y seguirán siendo las listas electorales que se confeccionan en los Estados Unidos. Aquí los sondeos como la publicidad llegan a pie de urna. Son adultos o considerados adultos quienes leen o escuchan encuestas y mensajes hasta un segundo antes de votar. Por eso, con recursos, mucho dinero y una buena campaña de imagen, los disidentes azules o rojos pueden acabar sentados en el Capitolio de la nación. Otra cosa es que con sus votos sean capaces de cambiar el sistema. La advertencia no se ha hecho esperar. Si la defensa de los valores es el nuevo ideario conservador, llama la atención como los jerifaltes republicanos del Congreso ya han pedido plenos poderes para dirigir a sus nuevas huestes.
Estados Unidos vota, pero hasta Barack Obama ha tenido que aprender a darse baños de realidad. Las democracias son un buen sistema para corregir errores. Los ciudadanos son los primeros que pueden equivocarse. Nada es imposible, esa es la paradoja, pero todo es susceptible de cambio. Los demócratas, con mayorías hasta hoy, se quedaron con ganas de dar a este país la vuelta como un calcetín. Los republicanos, con mayorías mañana, tendrán que saber legislar para todos sino quieren convertir a Barack Obama en otro Bill Clinton moderador e impulsor de las contradicciones ajenas.
Las elecciones del martes llegan con un apresurado acopio de reformas inacabadas o inalcanzables. El tiempo no ha pasado en balde. Barack Obama ha heredado una crisis económica para la que no existen recetas urgentes. Las apuestas son peligrosas e inciertas cuando el paro no baja de los dos dígitos y el mundo está siendo inundado de dólares. Las clases medias vuelven a ser el fiel de la balanza. En esta ocasión, el reto pasa por los que dicen huir del miedo o tomarse el té de la cinco.
Liberales y conservadores viven su particular encrucijada. No existe una tercera vía, por eso los extremos se toleran cuando el patio está que arde. Las tensiones políticas están en el aire y las exigencias se multiplican. Las disidencias son moneda de cambio. Votos para hoy, hambre para mañana. El tea party es tan legítimo como ese gobernador demócrata que rifle en mano y tirando a la diana aconseja a Obama que no aparezca por Virginia Occidental. Todos votan, por eso hay que dar a cada uno lo suyo y no precisamente hay que votar a lo que dicen o dictan desde Washington.
Las elecciones del martes son tan abiertas como abiertas han sido y seguirán siendo las listas electorales que se confeccionan en los Estados Unidos. Aquí los sondeos como la publicidad llegan a pie de urna. Son adultos o considerados adultos quienes leen o escuchan encuestas y mensajes hasta un segundo antes de votar. Por eso, con recursos, mucho dinero y una buena campaña de imagen, los disidentes azules o rojos pueden acabar sentados en el Capitolio de la nación. Otra cosa es que con sus votos sean capaces de cambiar el sistema. La advertencia no se ha hecho esperar. Si la defensa de los valores es el nuevo ideario conservador, llama la atención como los jerifaltes republicanos del Congreso ya han pedido plenos poderes para dirigir a sus nuevas huestes.
Estados Unidos vota, pero hasta Barack Obama ha tenido que aprender a darse baños de realidad. Las democracias son un buen sistema para corregir errores. Los ciudadanos son los primeros que pueden equivocarse. Nada es imposible, esa es la paradoja, pero todo es susceptible de cambio. Los demócratas, con mayorías hasta hoy, se quedaron con ganas de dar a este país la vuelta como un calcetín. Los republicanos, con mayorías mañana, tendrán que saber legislar para todos sino quieren convertir a Barack Obama en otro Bill Clinton moderador e impulsor de las contradicciones ajenas.
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